El dolor no remitía. El frío tampoco. Una y otra vez sentía en su pecho izquierdo cómo un pequeño roedor se iba nutriendo de su seno con suma indiferencia y afilados dientes. La doctora le había dado cita para las 17h45 y, si no se detenía a pensarlo, todo iba bien. Todo empezaba a cobrar un halo distanciador, como si las cosas materiales y espirituales no tuvieran ya ni el peso ni la urgencia de antes. Se detenía en los pequeños detalles como si cada uno de ellos fuera obra de una mano divina y única; olía lenta e intensamente, como si el olor de las cosas hubiera cobrado intensidad, saboreaba deteniéndose en cada sabor y todos le gustaban incluso los que no. Pensaba en el tiempo con sumo cuidado mientras que este se esfumaba con disimulo y sin avisar. A través de la ventana observaba el vuelo de los pájaros aterrizando con precisión sobre las ramas desnudas del invierno. El dolor no la hacía más fuerte, pero sí más vulnerable, como la helada blanca a los pardos gorriones. Cuando el ratón volvía a roer contaba hasta diez: uno, uf, dos tres cuatro cinco seis siete ocho nueve y maldita sea, por qué ahora, y por qué a mí. No medía su insolencia ni rechazaba su autocompasión, cualquier cosa era mejor que saberse joven y mortal. Si pudiera, cogería entre sus manos al roedor de afilados dientes y lo acariciaría hasta engañarlo para que ya no le mordiera nunca más. Se haría su amiga y le pondría queso camembert para que estuviera saciado todo el día. Pero comprendió que el ratoncito no era malo, que esa era su naturaleza, y que nunca sabría salir por sí solo de su interior. Ni siquiera los médicos poseían ya las llaves de esa puerta. Sólo ella, sacando fuerza de su flaqueza y manteniéndose a distancia de sí misma, conseguiría, mucho más tarde, saberse una afortunada más por los problemas superados y por los que con celo vendrían. Hasta que, de manera inesperada pero previsible, murió. Nadie sabe que lo hizo con dolor. Cómo lo podrían saber, a todos inspiraba constantemente alegría y valor.